miércoles, 17 de septiembre de 2014

Enarrando el Salmo 102





Bendice alma mía al Señor
Y todas mis entrañas su Santo Nombre

Hay en el comienzo del Salmo una armonía interna entre ambas oraciones. Como dos emistiquios se corresponden uno con el otro en espejo. Hay una interna hilación y entre “Bendice” y “su Santo Nombre” en los extremos y entre “alma mía” y “entrañas”.

En el primer bloque la idea de ben-decir su Nombre lleva a un sinfín de temas donde se condensan grandes Universos. Desde el Nombre de Dios a la Liturgia, desde las “dos mesas” de la Misa a la concepción gnóstica y cabalística de la religión. En el segundo bloque la relación entre alma mía y las “entrañas” o “todo mi ser” refieren a la oración íntegra a través del cuerpo y el alma al modo de la filocalia, de la regla benedictina, etc.

La “Palabra” en general y el “Nombre” en particular tienen un sentido profundo e intrincado para Oriente en general y para el judaísmo en particular. La “Palabra” recrea o hace presente la cosa. La idea de ben-decir o mal-decir implica una realidad capaz de ser transformada por la palabra. La configuración de la “esencia” de una cosa se encuentra de algún modo enclaustrada en la palabra. La palabra al ser pronunciada opera como una llave que abre el cofre y pone a disposición la esencia misma de una cosa.

Este sentido es, sin necesidad de buscar grandes referencias lejanas, el de “Logos” o “Palabra” Divina que configura la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. En el caso, la perfección de la Esencia Divina la convierte en una Persona distinta en el gran Misterio Trinitario pero muestra en grande lo que minúsculamente se da en la realidad de todas las cosas. Esa realidad que en su versión filosófica asoma en el Crátilo de Platón da lugar al tándem “palabras, ideas y cosas” en la metafísica aristotélico tomista. Aunque con grados de “realidad” y “existencia” distintas en las versiones todas rumbean por allí.

El Nombre “es” esa Palabra que identifica a la cosa. El Nombre agrega a esta idea de Palabra la referencia a alguien que “nombra” a alguien que “nomina”. Esa facultad de poner el nombre implica una superioridad, un señorío sobre la cosa que se nomina. Así Dios pone a todos los animales al servicio del hombre al facultarlo al ponerle nombres en el Génesis. El nombre hace presente a la cosa o la persona. El Nombre “fuerza” en algún modo la presencia, es, en sí mismo, un llamado, una “in-vocación”. De algún modo quien “nombra” tiene algún “título” que le permite “con-vocar” al nombrado.

Este sentido es el que asoma en cualquier forma de religiosidad. Desde el hábito cristiano de “ponerse en presencia de Dios” “en el Nombre de…” hasta la tradición judía de no mencionar ni escribir el nombre de D-os pasando ni más ni menos que por toda la teología del segundo mandamiento. Este es un delgado sendero que divide los reinos gnósticos, mágicos y cabalistas que entienden que de algún modo la Divinidad toda es “esclava” del nombre (y consecuentemente esclava del hombre que la nomina o la invoca) por un lado y los reinos de la religiosidad humilde y verdadera que llama o invoca como el niño llama a su madre. El ya delgado sendero se torna cada vez más difícil de percibir en la medida en que nos adentramos en la espesura de la liturgia. Allí la Palabra cobra una relevancia exorbitante. Al canto del Sanctus todas las fuerzas celestes se orientan y se postran ante un altar ignoto donde un simple ser humano pronuncia unas simples palabras “Esto Es Mi Cuerpo” y Cristo mismo se hace presente en un trozo de pan. Misterio profundo. Misterio de FE. Y de un lado sigue el mal y del otro sigue Dios. Y de un lado sigue estando el hombre queriendo ser más que Dios y del otro sigue el hombre adorando a su Dios.

Y en paralelo aparece la idea de la presencia divina en la palabra, específicamente en la Biblia (en la Torá, como Logos Divino para el judaísmo o en otros libros revelados en otras religiones). Y esa misma idea fue la que prevaleció en la reforma litúrgica tomando la vieja idea de las dos mesas o los dos altares donde la primera parte de la Misa se celebra (con la presencia divina) en el altar de la Palabra y la segunda se celebra (con la presencia divina) en el altar de la eucaristía (aunque en sana, correcta y a veces olvidada teología católica con presencias metafísica y realmente distintas). Y para seguir podríamos distinguir si la palabra es la letra o el contenido (con San Pablo “la letra mata y el espíritu vivifica”)….

Pero se hizo largo y hay que ir al segundo bloque.

El segundo bloque tiene que ver con otro gran costado de la religiosidad que es la oración integral del hombre. El hombre no ora sólo con el alma, el hombre no ora (menos todavía) con la mente, el hombre no ora con el corazón. El hombre ora, reza, alaba, adora, agradece, pide perdón… con “todo el cuerpo”. Las entrañas, el alma y todo el cuerpo. La idea de entrañas remite a lo más profundo del cuerpo humano, quizás el punto en el que se imaginaba el alma.

Esta idea es la que sobrevuela de modo bello en toda la “filocalia” u oración de Jesús donde el cuerpo asimila la oración casi como una función biológica más. Es también la idea de la vida monástica “laboral” y de la regla benedictina en particular. Orar mediante el trabajo, mediante la actividad física, en todo.

También es una idea importantísima en la liturgia. En cada oración el cuerpo acompaña de un modo diferente. La liturgia oriental y la liturgia romana según el rito de San Pío V mantenían una constante tensión corporal en los fieles y, de modo mucho más manifiesto, en el celebrante. Las genuflexiones, las inclinaciones, las postraciones, el mantenerse de pie, etc. mantienen y orientan al espíritu en el flujo de cada oración. Pequeños gestos corporales hacen adorar al cuerpo y recuerdan al alma la profundidad de lo que ocurre. Como el burro que se postró ante Santísimo portado por San Antonio nuestro cuerpo participa, se plenifica y se fortalece en la participación de la oración. La liturgia fue simplificada para favorecer la participación activa de los fieles, no obstante no conviene perder de vista la importancia de cada una de las posturas litúrgicas que se ordenan. Aún en la simplicidad de la liturgia romana “ordinaria” el cuerpo participa activamente en la oración.

El hombre occidental se ha “racionalizado” en la lectura de la realidad mientras que se ha “animalizado” en sus necesidades cotidianas. La oración corporal es quizás un gran antídoto con el cual recuperar la unidad substancial en la oración y en la vida. La palabra plena nos comunicará de otra forma con la realidad. La conciencia de la profundidad y seriedad que incluye cada palabra (y en especial cada Nombre y en especial el Nombre de Dios) nos harán re-pensar y re-flexionar cada expresión, cada mención, cada palabra.

Natalio

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